Hay
ciertos recuerdos que se convierten en tristes
nostalgias, otros que por el contrario te hacen revivir dulces y
apasionados momentos, como esos momentos que
viví en los campos de mi niñez
Campos
de viñas trigo y olivares, donde yo vagaba sin rumbo durante horas,
encontrándome libre y sola, gozando los caminos que habían siempre por
explorar.
Mis
padres tenían una masía con tierras vinícolas, de esas masías grandes, señoras,
que además guardan misterios, secretos, y que la mirada de una niña,
siempre quiere redescubrir.
Íbamos
todos los fines de semana, y para mí era la huida de mis soledades, el desahogo
de mis batallas no ganadas en el colegio, con la familia y con mis amigas.
Cuando
llegábamos salía corriendo a los caminos, al huerto, a la balsa qué, con sus
cañas rectas, miraban siempre hacía el cielo, viendo el vuelo de los
pájaros, sintiendo como revolotean entre sus ramas y sirviendo de apoyo y
descanso a sus pequeños cuerpos. Esa charca de agua destinada para el riego que
albergaba cantarinas ranas.
Recuerdo
lo acompañada que me sentía, estando tan sola, en los campos.
En
ocasiones, venia conmigo algún perro de la masía, que mi padre los tenía para
ir a cazar, -cosa que nunca aprobé, porque entonces lo pensaba y ahora también-
los perros viven para ser queridos, acariciados, para sentirse acompañados por
alguien que los entienda, cuide, y los quiera, para demostrar su fidelidad y su
nobleza. Yo hablaba mucho con ellos, creía que me entendían
-se
que lo hacían- ellos me escuchaban.
Me
sentía feliz en la masía, pero sobretodo en sus tierras, muchas veces volvía
cuando el atardecer empezaba a dibujar oscuras sombras en los caminos, las
horas no existían, pasaban rápidas, me engañaban y yo me dejaba engañar por
ellas.
Conocía
aquellos campos como la palma de mi mano
Podía
vagar por ellos con los ojos cerrados, ningún rincón me resultaba desconocido,
pero a la vez, siempre me sorprendían nuevas cosas, inéditos caminos que,
aunque ya habían sido recorridos, se aparecían ante mí como insólitos
paisajes, como cuando el pintor usa la misma paleta, los mismos
colores,pero mezclándolos y creando nuevos matices,que van coloreando otras
tierras, otros arbustos, otros senderos.
Me
impregnaba de todos los olores.. de las flores, de las hiervas, de la tierra
mojada, y del trigo, entonces no lo sabía..los recuerdos son efímeros, y si los
momentos no son olidos, comidos , masticados y saboreados, desaparecen
hundiéndose en las movedizas tierras de nuestros cerebros, olvidando así,
bellos momentos vividos.
Y
eso es lo que yo hacía en los campos, vivirlos, sentirlos, pasar muchas horas
en mis campos de niña, que sin saberlo, estaban gestando una parte de mí, a
partir de esos recuerdos se desarrollaron muchos gustos y nostalgias cuando
llegué a la madurez.
Me
subía a los olivos agarrándome a sus viejos troncos vestidos de historias, y
que lucían magníficamente coqueteando con el paisaje, sintiéndome yo grande
y fuerte.
Recuerdo
que no muy lejos de la masía, había un barranco, era muy profundo. Para
nosotros.. mis hermanos y yo, era todo un misterio. A mi me daba mucho miedo
bajar, pero a la vez me fascinaba.
El
camino que bajaba al barranco era ya de por si, arcano, misterioso, era un
camino de tierra que bajaba en picado hacía sus fondos , siempre
estaba mojado por la humedad, y a medida que ibas bajando, el silencio se
apoderaba del lugar, eso hacía que nuestras mentes imaginaran
próximas aventuras.
Se
oían los ruidos que hacían los animales, sobre todo los pájaros, pero yo
siempre creí oír a un leopardo, un león, un dinosaurio, perdido en los tiempos
y que vivía allí escondiéndose del progreso, yo estaba segura que allí
abajo había cosas fascinantes.
El
barranco era para nosotros una selva, veíamos en él, misteriosas tierras por
descubrir.
Con
mis primos bajábamos impacientes, intrigados, nunca sabíamos que nos esperaba,
que nuevas aventuras encontraríamos, y cogidos de la mano íbamos avanzando
sigilosamente, sin hacer ruido, la imaginación volaba a marchas forzadas, ¿qué
animal nos atacaría?, o quizás.. el que nos atacaría seria un indio
comanche, de esos que salían tanto en las teles de nuestro tiempo, en las
películas de vaqueros.
Una
vez quise bajar sola, pero no llegue a adentrarme demasiado, el miedo y
la emoción eran demasiado grandes, mis padres no nos dejaban bajar al
barranco y eso lo hacía aun mucho más excitante y deseable.
Recuerdo
que cuando venia el tiempo de la vendimia, íbamos a recoger la uva, pero lo
mejor era ir a pisarla, me descalzaba y me dejaba invadir por aquellas
sensaciones que recorrían mi cuerpo aun dormido, eran sensaciones nuevas,
sentía como los pies se hundían entre las uvas y como el liquido que
desprendían mojaban mis pies resbaladizos entre tanta
destroza fruta. Cuando recogíamos la uva, íbamos con los masoveros en los
carros, tirados por perezosos y tranquilos caballos, que sabiéndose bien
el recorrido avanzaban lentamente, mientras yo cogida al carro, disfrutaba ese
momento intensamente.
Un
día mi padre, compro una tartana de esas de paseo, adornada con dorados
farolillos y asientos de terciopelo, era una señora tartana.
Pepito,
el masovero, enganchaba los caballos y nos subía uno a uno hasta que todos
inquietos y excitados, esperábamos aquel pequeño pero fascinante viaje.
Íbamos
por el camino de la finca hasta salir a la carretera y encaminábamos los
caballos y la tartana hacia el pueblo.
El
aire nos despeinaba y nuestros pequeños cuerpos, trotaban al compás de los
movimientos de la tartana, los caballos con sus cascos pisaban las piedras y se
metían en los baches, así que botábamos sintiéndonos felices de vivir esa
experiencia.
Un
día fui a la era, a mediados de junio.
Comenzaba
la siega recogiéndose el trigo y almacenándolo en la era, formando con él
redondas balas de paja, que se dejaban allí todo el verano.
Las
eras se situaban a los alrededores de las casas de campo y masías, eran de
tierra apisonada que había que prepararlas con antelación para realizar la
trilla, estaban siempre forradas de paja y eran un lugar eternamente
dorado cuando les daba el sol. La de casa estaba en la cima de una pequeña
loma, detrás de un bosquecito de pinares, ceca de la masía, era un lugar
impregnado de magia, de poesía..
Estaba
situada de cara al este, así que las tardes en ella, eran un festín de colores
ocres y amarillos, que brillaban con los últimos rayos de sol, últimas horas
de esos días de verano.
Cuando
llegue allí, vi a mis padres, estirados en la paja, inundados por la dorada y
suave luz del sol, estaban juntos abrazados, besándose, amándose y
dejando aflorar sus sentidos y sentimientos.
La
imagen para mí era extravagante, grotesca, me asuste, no podía imaginar a
mis padres en una situación así, me acuerdo que eche a correr, sin parar
llorando.
Para
mí era como un insulto, una mezcla de celos y de ignorancia, que me asustaba.
Cuando
fui más mayor, y pensaba en aquel suceso, me sentía muy bien, al recordar a mis
padres queriéndose en aquella era.
Recordando
cómo se buscaban y se deseaban, cierro los ojos y veo, ese momento, esa pareja
aun joven, morenos retozando entre la paja, guapos y fuertes.
Ese
es un bonito recuerdo, que se mezcla con el que sentí de niña, y
trato de entender a esa niña, que no sabía nada, y pensaba haber visto algo
malo